jueves, 24 de enero de 2019

NATURALEZA Y SOCIEDAD: RELACIONES Y TENDENCIAS DESDE UN ENFOQUE EUROCÉNTRICO

NATURALEZA Y SOCIEDAD: RELACIONES Y TENDENCIAS DESDE UN ENFOQUE EUROCÉNTRICO




Este trabajo tiene por objetivo el desarrollo de una revisión y una reflexión acerca de la evolución de los vínculos entre naturaleza-sociedad y sus tendencias. Metodológicamente, en la primera parte, se describen estas relaciones en los diferentes periodos históricos y las interacciones que las caracterizaron. En la segunda parte se presentan las grandes tendencias que han guiado el pensamiento en torno a la relación naturaleza-sociedad, definidas como la tendencia naturalista, ecologista y ambiental, y se analiza cómo esta última permeó el enfoque del desarrollo durante el siglo XX y dio paso a la propuesta de desarrollo sostenible. Finalmente, se establecen los diferentes discursos que enmarcan la problematización de la relación naturaleza-sociedad dentro del marco del desarrollo sostenible.

PALABRAS CLAVE

Naturaleza, sociedad, medio ambiente, desarrollo sostenible.






INTRODUCCIÓN

Actualmente, la relación entre sociedad-naturaleza es un aspecto importante de debate en los diferentes escenarios políticos, académicos y cotidianos, entre otros, debido a las múltiples problemáticas resultantes hoy en día entre el ser humano y las interacciones que este desarrolló en el entorno. Este tema es objeto de estudio y análisis en las diversas relaciones políticas, económicas, sociales y culturales, y es abordado desde diversos enfoques y aproximaciones conceptuales.

El antagonismo de la relación naturaleza-sociedad, las tendencias que surgen a partir de esta y los nuevos enfoques que buscan integrar y asociar estos dos componentes fundamentales para el desarrollo social y la preservación del ambiente, serán el objeto de reflexión y descripción del presente documento.




METODOLOGÍA

El documento corresponde a un trabajo investigativo sustentado en una revisión bibliográfica y soportado en el método histórico, mediante el cual se realiza una reflexión basada en el pensamiento occidental acerca de la transformación de los vínculos entre naturaleza-sociedad y de las tendencias que dieron pie al enfoque eurocéntrico de desarrollo sostenible que prima en gran parte de la sociedad contemporánea. Dicho método evidencia, además, la necesidad de reconocer los antecedentes, las conexiones y la evolución de los conceptos concernientes a las interacciones entre los miembros de determinada comunidad y su entorno.

La revisión de los hechos históricos se realiza desde un enfoque hermenéutico de perfil filosófico, propio de las ciencias humanas, que contribuye a la interpretación de los procesos civilizatorios en su determinado contexto histórico y social, a pesar de la diversidad de significados que dicho contexto espacio-temporal permite de acuerdo a lo investigado y a la visión de los investigadores.

El enfoque metodológico cualitativo presenta varios momentos descriptivos que permiten analizar los conceptos: naturaleza y sociedad; reflexionar sobre las grandes tendencias: naturalista, ecologista y ambiental; e interpretar cómo influyeron en el enfoque del desarrollo durante los últimos siglos y el desarrollo sostenible de las últimas décadas. Finalmente, se presenta otro momento interpretativo desde la perspectiva de los autores por medio del cual se reseñan algunos discursos que tratan sobre la problematización de la relación naturaleza-sociedad en el contexto del desarrollo sostenible.




RESULTADOS

La relación naturaleza-sociedad y su evolución hacia el ambiente

La naturaleza ha sido objeto de uso, apropiación y explotación para el ser humano y para la sociedad y esto ha impactado de manera negativa en las condiciones de los recursos naturales necesarios para la vida. El abordaje de esta problemática se llevará a cabo mediante la revisión de los inicios y la evolución de la relación naturaleza-sociedad, así como la manera en que estos elementos determinaron una tendencia en el uso y manejo con la generación de impactos negativos que aún hoy no se han podido mitigar.

En este aparte se caracteriza la relación sociedad-naturaleza a partir de las diferentes interacciones históricas de este fenómeno en las que se reconocen el establecimiento de las comunidades sedentarias, el crecimiento de las zonas urbanas, la industrialización, la capitalización de la naturaleza y la globalización.

Desde el punto de vista de los procesos civilizatorios, en principio, la relación que existió entre el hombre y la naturaleza fue recíproca y de mutua transformación en las diversas culturas, representada en una concepción integradora (Martínez, 2001, p. 4) “y unificadora del contenedor y del contenido [que] en lugar de establecer jerarquías, instaura lazos de continuidad y reciprocidad entre lo viviente y lo inerte, como elementos conformadores de una cultura, donde todo se re-crea y se renueva (Grillo, 1993, p. 15)” (Flórez & Mosquera, 2013, p. 86). “Desde la aparición de la especie humana, el hombre está transformando la naturaleza (…) como cualquier otro viviente, el hombre toma recursos para asegurarse su supervivencia y devuelve la materia empleada” (Corte Constitucional, 2012, p. 28).

Dicha concepción refleja vínculos equivalentes en el que nadie, nadie es autosuficiente y en el que se logra la completitud por el concurso de todos (Rengifo, 1993, p. 168), constituyéndose en los derechos de un grupo humano, compuesto por la población de determinado lugar, una especie de perfecta comunidad, quienes son los sujetos activos o pasivos de los derechos humanos, específicamente de los llamados derechos de tercera generación que afectan toda una colectividad y que, por consiguiente, no deberían tener la definición de “tercera generación”, en razón a que, es cuestionable su división en la medida que todos los derechos interactúan entre sí y son interdependientes. (Flórez & Mosquera, 2013, p. 86)

“Preponderantemente, las sociedades nómadas conformadas por tribus recolectoras y cazadoras dependían completamente de las dinámicas ambientales y por lo tanto sostenían una conexión directa entre el orden natural y su bienestar” (Flórez & Mosquera, 2013, p. 85). En la época primitiva el ser humano necesitó de la naturaleza para sobrevivir. Esta relación se caracterizó porque el hombre se proveía de ella mediante lo que cazaba y lo que recolectaba. La agricultura y el sedentarismo determinan características particulares en la interacción ser humano-naturaleza, la cual se orienta hacia la necesidad de proveer una mayor cantidad de alimentos y mejores condiciones de vida para las poblaciones crecientes, lo que incide en el cambio del uso del suelo, la afectación de la diversidad biológica en las plantas y los animales, el consumo de materias primas para la vivienda y la vestimenta.

Luego de la última era glacial y a partir de la revolución agrícola se inicia una nueva sociedad en la que se empieza a desarrollar la habilidad que el ser humano posee, para separar lo externo de lo interno y se genera la expansión del conocimiento. (Flórez & Mosquera, 2013, p. 85)

Varios autores, tales como Rengifo (1993), Ost (1996), Martínez (2001) y Mosquera & Flórez (2009), coinciden en que con la aparición de la agricultura, hace cien mil años, acontecieron grandes cambios: comenzó la domesticación de especies de animales silvestres, surgió la cría y la labranza. A las plantas útiles se les protege de la competencia (hierbas malas) y de los consumidores potenciales, se les brinda aguay nutrientes (fertilizantes), mientras que a los animales se les resguarda de los depredadores y se alimentan para lograr su crecimiento óptimo.

Según Nebel & Wrigth (1999), con los años la crianza selectiva modifica o mejora significativamente casi todas las especies domésticas de plantas y animales, haciendo que sean muy distintas de sus antepasados silvestres. Esta práctica agrícola requirió asentamientos poblacionales permanentes, la especialización y la división del trabajo, así como las posibilidades de un avance tecnológico que originó mejores herramientas, mejores moradas y mejores medios para transportar agua y materiales vitales; comenzó el intercambio con otras poblaciones y con esto se originó el comercio y la formación de las civilizaciones.

De lo anterior se deduce que, con la llegada de la agricultura y la ganadería, el hombre alcanzó una independencia y separación de la naturaleza. Se volvió necesario y apropiado convertir los sistemas naturales en agricultura, conquistar y explotar la naturaleza para sostener el crecimiento de las poblaciones, modificar los ecosistemas, identificar enemigos naturales (hierbas malas, insectos y depredadores) que interferirían con la producción agrícola; de otra parte, se explotaron otras especies, incluso hasta extinguirlas, solo por los beneficios para las poblaciones, sin asumir las consecuencias reales inmediatas (Nebel & Wrigth, 1999). De estas transformaciones da cuenta la antropología social y los estudios culturales, que al respecto “han estado involucrados en procesos de crítica auto-reflexiva, que han sido estimulados por ideas post-estructuralistas y postmodernistas” (Wade, 2011, p. 15).

A medida que las civilizaciones avanzaron, la relación sociedad-naturaleza sufrió modificaciones que pasaron de una visión sagrada propia del mundo antiguo [en la que, según Lobo (2004), lo eterno/lo espiritual se concibe en la naturaleza y se representa en dioses y semidioses que son reflejo de la naturaleza misma], para dar inicio a una visión antropocéntrica en el mundo greco-romano (en tanto lo espiritual se percibe fuera de la naturaleza y puede ser confinado dentro de templos sagrados), la cual se consolida en la Edad Media y la época industrial (ya que, de un lado, admite lo espiritual al interior del ser humano y, al mismo tiempo, lo faculta a usar y abusar de la naturaleza) y se transforma por último en una visión ambientalista de la relación ser humano-naturaleza (en la medida en que se advierte lo finito de los recursos naturales, la crisis planetaria y la necesidad de alimentar en el tiempo el papel simbólico/estético/funcional de las configuraciones espaciales producidas por el ser humano como un conjunto de signos cuyo significado es el espacio mismo).


Los procesos civilizatorios demandaron más del entorno, con las consecuentes modificaciones y las transformaciones de los sistemas naturales y sociales. Esto se evidencia en las sociedades esclavistas y feudales que se desarrollaron alrededor de la tierra, el poder del dominio y la propiedad sobre ella. Durante el período de las grandes civilizaciones e imperios estudiados desde el enfoque eurocéntrico, los recursos se aprovecharon sin límite y se acentuaron los intercambios comerciales. La esclavitud sobre los pueblos conquistados y la imposición de la cultura, fueron una constante para los períodos de conquista del mundo antiguo, propiciados por los pueblos babilónico, persa, griego y romano.

La Edad Media comparte con las culturas precristianas la consideración del ser humano como parte inseparable de su entorno natural; de otro modo, no existe la distinción entre sujeto-hombre y objeto-naturaleza. En el feudalismo, la naturaleza es objeto de su acción tecnológica sin dejar de verla y de sentirla, como el sujeto de su economía, de su derecho y de su religión. En este sentido, el hombre medieval logra restablecer un equilibrio con la naturaleza que la religión y la magia avalan. Se da una alternancia en la acción del hombre y del animal, del hombre y de la naturaleza en general, lo cual está en la base de las relaciones feudales con el medio natural, pero es asimétrica dado que las grandes calamidades y epidemias, como las catástrofes naturales, muestran la dependencia del hombre para con la naturaleza.

Las situaciones de emergencia son demasiado cotidianas para olvidarlas, arrasan las obras económicas laboriosamente conquistadas y solo la religión, en simbiosis con la superstición, puede explicarlas y aplacarlas. Es así como la mentalidad medieval subordinada a la razón sobrenatural, domina la práctica económica y social y su relación con la naturaleza, dejando en manos de Dios, el diablo o los astros, la solución (Barros, 1997).

En el siglo XVII se produce un giro significativo en el sentido de apropiación de la naturaleza por parte de la especia humana: la tierra y el universo en movimiento privan “(…) al hombre de su referencia estable y geocéntrica, que durante siglos había servido de anclaje sólido a la visión dominante del mundo”. No obstante, contrario a lo supuesto (…) y retomando la teoría antropocentrista, no se podría hablar de antropocentrismo sino de mercado-centrismo, capital-centrismo (Hinkelammert, 2000), toda vez que, las dos instituciones anteriores, desplazan al hombre y se convierten en el centro de todo (…). (Flórez & Mosquera, 2013, pp. 86-87)

Desde el enfoque eurocéntrico, se observa que:

Con el avance de los procesos civilizatorios, la indagación filosófica y los nuevos descubrimientos científicos, a finales del siglo XVII se produjo un nuevo cambio tecnológico promovido por Francis Bacon, Rene Descartes e Isaac Newton que, desde un sentido crítico, lógico y analítico pretendía descomponer todos en partes, concebía a la mente un poder absoluto y a la razón la potestad de resolverlo todo. La separación entre mente y cuerpo, energía y materia y la concepción de mente sobre materia, propuesta por la filosofía cartesiana estableció las bases de la indagación científica y dio origen a la revolución industrial desde una concepción mecanicista-tecnológica [ONU, 1992]. (Flórez & Mosquera, 2013, p. 87)

Si bien, desde la mecánica newtoniana se concebía un universo regido por leyes naturales, eternas e inmutables, dicha noción fue rebatida desde muchos frentes. Por ejemplo, con el descubrimiento de Max Planck en 1900 sobre la discontinuidad de la energía expresada en “cuantos” (Usi, 2008) y la propuesta sobre la relatividad (Einstein, 1916), se obtuvieron nuevas descripciones del tiempo que generaron situaciones de crisis en los enfoques filosóficos del pensamiento occidental.

Al mismo tiempo, filosofías orientales como: Hinduismo, Budismo, Taoísmo, Zen, practicadas por Capra, Heisenberg, Chew y otros físicos y pensadores occidentales, contribuyeron activa y radicalmente a que estos científicos percibieran el mundo físico de otra manera y tuvieran una nueva visión de la realidad; en forma más ecológica y en total armonía con las tradiciones espirituales (Andrade, Cadenas, Pachano, Pereira & Torres, 2002).

De esta manera, los aportes de Capra (1994) condujeron a que a mediados del siglo pasado Ludwig von Bertalanffy formulara la teoría general de los sistemas, sustentada en una concepción ontológica, epistemológica y ética, que fue extrapolada de las ciencias exactas a las ciencias sociales y demás ramas del conocimiento para la interpretación de las múltiples interacciones y factores presentes en la realidad, como aspectos a los cuales debe adaptarse el ser humano en razón de su condición histórico evolutiva (Bertalanffy, 1994).

La búsqueda de un lenguaje científico universal unido a la concepción holística de la sociedad reconoce la importancia de la interdisciplinariedad, la cooperación organizada de lo heterogéneo, la relación de los seres humanos entre sí y de los seres humanos y su entorno, al sostener que las propiedades de los sistemas no pueden ser descritas significativamente en términos de sus elementos separados y que la comprensión de los sistemas solamente se presenta cuando se estudian globalmente, involucrando las interdependencias de sus subsistemas (Mosquera, 2007).

A partir de la Teoría General de los Sistemas, durante las últimas dos décadas del siglo pasado, comenzó a gestarse un cambio paradigmático interdisciplinar (Mandressi, 2001) que aborda conceptos interactuantes como, estabilidad/inestabilidad (Shorman, 1989), orden/desorden (Capra, 1994), relaciones rizomáticas de pasado/futuro (Alarcón & Gómez, 1999) y relaciones espacio-temporales (Sheldrake, 1990); estudia las características relevantes de los sistemas complejos: su propósito, equilibrio, adaptabilidad, “autoorganización” (Maturana, 1997), interacción continua, articulación no-lineal entre sus múltiples y diversos componentes, auto-reorganización, evolución dinámica y anticipación (Holland, 1995); propone principios sistémicos (recursividad, totalidad, entropía y sinergia (Mosquera, 2007) y sugiere adoptar una visión holística de la ciencia para la interpretación de la realidad y la gestión de conflictos inmersos en dicha realidad universal/local.

Dicha visión, concibe como los afirmó Pascal que “todas las cosas son causadas y causantes, ayudadas y ayudantes, mediatas e inmediatas y todas subsisten por un lazo natural e insensible que liga a las más alejadas y a las más diferentes” (Morin, 1997, p. 18) y configura el paradigma de la complejidad (Lewin, 1992).

La complejidad (de la raíz “complexus” - lo que está en conjunto), se ocupa del caos como generador de orden (Briggs & Peat, 1994) y trata de explicar las múltiples interrelaciones del mundo como resultado de una simplicidad subyacente de la realidad conocida; permite comprender la cultura y la constitución de la sociedad en la medida en que el ser humano es el reflejo de la sociedad-cultura que al mismo tiempo refleja al ser humano; pretende resolver el problema de cómo abordar la realidad en la forma menos reductora y fragmentada posible; emerge al buscar el sentido de la historia y asume que el único sentido de la historia es el que se va construyendo conforme se hace historia (Mosquera, 2007). La complejidad reconoce la incompletud y la incertidumbre; distingue y articula conceptos antagónicos, como divergencia/convergencia, construcción/deconstrucción, lógica/dialógica, territorialización/ desterritorialización, autonomía/dependencia, unidad/diversidad. Además, supone y necesita de lo diverso porque es producto de la relación homogeneidad/heterogeneidad, y sostiene que la unidad del ser humano es la unidad de la diversidad (Morin, Ciurana & Motta, 2003).

Por último, el pensamiento complejo, como método que busca interpretar la complejidad, integra los esfuerzos del ser humano por descubrir sus capacidades, límites y posibilidades; asume que el mundo físico está compuesto por seres biológicos y culturales con tradiciones y costumbres genéricas, étnicas, raciales; sostiene que el mundo se moverá en una dirección ética, solo si se quiere ir en esa dirección; propone dar sentido y conferir significado a lo global/local, y no se limita a la concepción de pensar globalmente y actuar localmente, ya que “se expresa por la doble pareja pensar global/actuar local, pensar local/actuar global” (Morin et al., 2003, p.96).

Por otra parte, con la Revolución Industrial y la consolidación del sistema capitalista, la concepción de la relación naturaleza-sociedad se sustentó en la consideración de esta como un recurso externo y explotable con fines económicos. Esta visión, centrada en una capitalización progresiva de las condiciones de producción, generó una serie de modificaciones, basadas en las condiciones del mercado, los procesos de control consecuentes y el poder dominante del Estado sobre los recursos que provee la naturaleza. “Lo anterior, modificó radicalmente la relación primitiva de respeto con la naturaleza, en tanto adoptó y se fundamentó, no solo en el uso, sino también en el abuso de la naturaleza (Palacio, 1994, p. 22)” (Flórez & Mosquera, 2013, p. 88), que legitimó a la sociedad a “tener derecho a esos recursos” (Escobar, 1999, p. 79), de tal forma que durante tres siglos consecutivos irrumpió el dominio y control de la especie humana sobre la naturaleza.

En los siglos XIX y XX el Estado y las empresas económicas pasaron a ser intervencionistas, pero al mismo tiempo empezaron a reconocer los desequilibrios ecológicos que amenazan al planeta. En 1866, Ernst Haeckel crea la palabra ecología y la define como “la ciencia de las relaciones de los organismos con el mundo exterior en el que podemos reconocer factores de lucha por la existencia” (Haeckel, 1866, p. 1).

Posteriormente se concibe el término de gestión ambiental, entendido como el “campo que busca equilibrar la demanda de recursos naturales de la Tierra con la capacidad del ambiente natural, debe responder a esas demandas en una base sustentable” (Haeckel, 1877, p. 300), el cual surge como una tendencia contra la degradación ambiental y pretende sentar las bases para optimizar la relación ser humano naturaleza en condiciones de sostenibilidad ambiental por medio de instrumentos que estimulen y viabilicen dicho cambio. (Flórez & Mosquera, 2013, p. 89)

Con la modernidad y la occidentalización de la economía, el crecimiento de la población, la creciente urbanización y el desarrollo de dos grandes proyectos económicos durante la primera parte del siglo XX, el socialista y el capitalista, la relación sociedad-naturaleza se tornó netamente económica y mercantil, e impulsó interacciones fundamentadas en la explotación a gran escala para satisfacer las necesidades de una sociedad que cada vez demandaba mayores bienes e insumos, para consolidar una cultura de progreso basado en lo material. Esta visión capitalista moderna derivada de la occidentalización de la economía, da cuenta de la confrontación y la oposición entre la sociedad como sujeto y la naturaleza como objeto (González, 2006).

A principios de los años sesenta del siglo XX comienza la preocupación de algunos Estados acerca de los problemas medioambientales, y en la década de los setenta dicha preocupación se canaliza hacia los límites del crecimiento humano y la globalidad como reza el informe del Club de Roma de 1972. Ese año, las Naciones Unidas organizaron la reunión de Estocolmo y prepararon la Declaración de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente Humano. A partir de ese momento, se originan dos criterios que guían la relación sociedad-naturaleza, a saber: la concepción de la naturaleza entendida ahora como el medio ambiente y la entrada de una regulación normativa de esta relación, consolidada con la creación de autoridades ambientales y la expedición de normativas legales para el uso de los recursos naturales.

En este contexto político y social, surge el término “desarrollo sostenible” en 1987 resultado del Informe Brundtland, denominado “nuestro futuro común”, cuyo enfoque, aunque parcializado por la visión de los países desarrollados, plantea la posibilidad de satisfacer las necesidades y aspiraciones del presente sin comprometer las de las futuras generaciones. En consecuencia, en 1991 la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) formula que el desarrollo sostenible implica, además, mejora de la calidad de vida dentro de los límites de los ecosistemas. Y un año más tarde, la Cumbre de la Tierra o Cumbre de Río (1992) pone de manifiesto que no son suficientes las acciones llevadas a cabo para corregir los efectos destructores de la actividad humana, lo que reafirma el compromiso de cooperación, entre las naciones, por conservar el medio ambiente y preservarlo para las generaciones futuras. Justamente, pone de manifiesto que un modelo de desarrollo sostenible debería incluir aspectos sociales, económicos y ecológicos de manera integrada.

Seguidamente, se realizan las conferencias en Nassau (1994), Yakarta (1995), Buenos Aires (1996), Bratislava (1998), Kenia (2000) y La Haya (2002), espacios en donde se promueve impulsar la consecución de recursos financieros, tecnológicos y políticos para la conservación de la diversidad biológica.

Al mismo tiempo, las últimas décadas del siglo XX mostraron un crecimiento tecnológico acelerado para la generación de bienes y servicios, así como el avance de nuevas ramas del conocimiento como la biotecnología y la nanotecnología, cuyo uso ha causado un gran debate ético por sus consecuencias sobre la flora, la fauna y la sociedad. La expansión de las áreas urbanas continuó, mientras que el uso masificado de los vehículos, el aumento de las áreas cultivadas, la expansión de la ganadería y el surgimiento de nuevas industrias que abastecen el mercado global, causaron grandes impactos como el cambio climático y la destrucción de la capa de ozono.

En este aspecto, el debate sobre las grandes emisiones de gases de efecto invernadero producidas por los países desarrollados, versus las cantidades reducidas de los países en vía de desarrollo, constituyen una discusión en las mesas de trabajo de la comunidad internacional, las cuales buscan definir nuevas metas para prevenir, mitigar y compensar los impactos generados sobre el clima del planeta, pero al mismo tiempo no logran cumplir las metas de reducción de emisiones contaminantes ni de gases de efecto invernadero. No obstante, en la lucha por resolver la problemática ambiental vale la pena resaltar el apoyo que ofrecen los Convenios Multilaterales Ambientales (CMA), entre los que se destacan la Carta de Belgrado (1975) sobre educación ambiental, el Protocolo de Montreal (1987) relativo a las sustancias que agotan la capa de ozono, el Convenio de Basilea (1992) sobre la comercialización y tráfico ilícito de desechos peligrosos (Mosquera, 2006).

El anterior contexto problémico y conflictivo deja entrever las relaciones de poder al interior de los acuerdos y convenios de orden mundial. Por un lado, las grandes empresas manejan para controlar los mercados y, por otra parte, encaran sus propósitos de manera negligente, como el caso de las transnacionales y los países industrializados. Un ejemplo de ello es el Protocolo de Kioto (1997), el cual propone mecanismos de desarrollo limpio, pero denota un fracaso previsto con antelación dado el retiro de países como Estados Unidos y sus socios, Australia, Canadá y Japón. De otra manera y bajo la presión de algunos gobiernos y movimientos ecologistas de Europa (2001) se logra retomar el tema, mediante el Acuerdo de Marrakech, el cual implementa las reglas jurídicas para la ratificación y aplicación del Protocolo de Kioto, pero al mismo tiempo desconoce los resultados de investigaciones por impactos negativos de las petroleras, de las grandes compañías forestales y de los organismos genéticamente modificados, negándose los gobiernos a aplicar el principio de la precaución (Guerra, 2005).

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